Platero es pequeño, peludo, suave; tan
blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos.
Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos
de cristal
negro.
Platero, no sé si con su miedo o con el mío, trota, entra en el arroyo,
pisa la luna y la hace pedazos. Es como si un enjambre de claras rosas
de cristal se enredara, queriendo retenerlo, a su trote...
¡Cómo está la mañana! El sol pone en la tierra su alegría de plata y de
oro; mariposas de cien colores juegan por todas partes; entre las
flores, por la casa -ya dentro, ya fuera-, en el manantial. Por
doquiera, el campo se abre en estallidos, en crujidos, en un hervidero
de vida sana y nueva.
Parece que estuviéramos dentro de un gran panal de luz, que fuese el
interior de una inmensa y cálida rosa encendida.
¡Idilio fresco, alegre, sentimental! ¡Hasta el rebuzno de Platero se
hace tierno bajo la dulce carga llovida! De cuando en cuando, vuelve la
cabeza y arranca las flores a que su boca alcanza. Las campanillas,
níveas y gualdas, le cuelgan, un momento, entre el blanco babear verdoso
y luego se le van a la barrigota cinchada. ¡Quién, como tú, Platero,
pudiera comer flores..., y que no le hicieran daño!
Proceso de construcción de nuestro Platero
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